lunes, 17 de enero de 2011

Childs Play (Pt. II)

Cuando tenía 11 años escuché en algún programa de revista (del tipo reciclado que se usa como relleno en la televisión local) a una mujer que aseguraba se podía soñar con la persona que uno deseara si se repetía su nombre y se visualizaba su rostro insistentemente antes de dormir. Al menos así lo recuerdo gracias a la entrecortada atención que le di mientras resolvía algún ejercicio escolar que, la monja y profesora que tuve en quinto grado, unas horas antes copió de un libro del gobierno al pizarrón para darle la cualidad de tarea.

Como era de esperar a esa edad, llevé a cabo el experimento mencionado para tener un encuentro onírico con la niña más linda de la escuela según mi percepción y la de otros compañeros que coincidían en la atracción hacia ella; tras varios intentos fallidos entendí lo poco probable (y estúpido) que era tal asunto.
Quizá debo a esa experiencia el hecho de encontrar absurda la expresión “la mujer de mis sueños” que se usa de manera común para definir a aquella con quien un hombre (o mujer) desea estar porque, por ejemplo, es su idealización de amor.

Y no estoy descartando aquello de que los sueños pueden tornarse en reales (en sentido figurado, que conste) pero tampoco concibo el materializar a una mujer, o mejor dicho, el concepto de una mujer “perfecta” que no va más allá de una paja mental. El tiempo me ha enseñado que es preferible una mujer real que destruya las idealizaciones  a un sueño insufrible que no estará al otro día para poder decirle:

--“A veces los momentos juntos parecen un recuerdo onírico; una fantasía en medio de tanta decadencia. Al tocarte sé que esto no es un sueño; eres mi tótem.